Me gusta lo roto, aquello que parece tierra yerma, casi estéril, pero se mueve como una hemorragia. Los pedazos de un cristal que encajan como un puzzdle de mil piezas y una conversación que te quema la razón. La combustión del pensamiento ahogada por la emoción. Sólo salpica. Lo deja todo perdido del color que creíste haber olvidado, el olor a la infancia, el tacto del terciopelo. Te invita a quedarte sin pistola, pero es tan adictiva que pierdes la capacidad de elección. Te mece. Los segundos antes de dormirte. Crees que es lo que quieres. No obstante, es algo primitivo. El cuerpo helado buscando una cerilla.
No puedes dormir, comer, vivir porque esa intensidad es la antesala del dolor. Pero no vas a hacer nada más qué disfrutar los segundos antes de que el filo atraviese tu piel, porque aunque la cicatriz dure siglos y la calidez del instante sea la eternidad más minúscula, nacimos para inventar esa emoción. Inmolarlos en la explosión y yacer en esa nada que deja tras haber comido la manzana y saber que como Tántalo nunca llegarás a beberte el agua. Abrazaras a la melancolía hasta que el recuerdo se difumine entre el gris. Pero serás feliz.
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